COMO SUCEDE con otros autores -el peruano César Vallejo, pero también el alemán Walter Benjamin- José María Arguedas es un territorio en disputa. Su persona y su obra funcionan como locaciones para el debate entre distintas formas de entender la cultura, la política y la escritura. Como escenario y premio para corrientes, a veces opuestas y a veces confluyentes, de opinión y de análisis.
Él mismo se entendía de ese modo. Él fue el primero en exponer con detalle, y reiteradamente, el combate en el que se sentía atrapado, y que puede esquematizarse como un tironeo entre sus dos patrias: la lengua quechua y la lengua española; el mundo andino y el mundo de los blancos; la inclinación mágica y la pretensión etnográfica. Y es, seguramente, por esa exposición constante de su dolencia, por ese abuso confesional y erizado -y por el contexto en que tuvo lugar- que hasta hoy, a cien años de su nacimiento, sigue siendo un punto luminoso y ciego, una condensación de materia radiante que rechaza la voluntad simplificadora del ojo.
Arguedas escribió varios relatos que dan cuenta de la vida en la sierra, de las costumbres de los indios y de los mistis, de la situación de aculturación en la que vivían los colonos, de la miseria y el desamparo que azotaban a esos hombres y mujeres atados a una tierra ajena, embrutecidos por la chicha y adormecidos por los sermones de los curas; pero la novela que lo hizo trascender el mero folclorismo, la que lo consagró como un escritor mayor, por encima del valor crítico o testimonial de sus historias, fue Los ríos profundos.
Narrada en primera persona por Ernesto, un niño blanco de catorce años recién llegado como interno a un colegio católico en la población andina de Abancay, Los ríos… es la historia de una síntesis imposible; de un conflicto interior que desgarra al personaje al mismo tiempo que se muestra como en un espejo en todas las cosas que lo rodean. Es una novela absoluta, que da cumplimiento a su nudo significante no sólo en los aspectos narrativos -en la acción y el desarrollo del conflicto- sino en la naturaleza misma del lenguaje, constantemente intervenido por el narrador mediante la introducción de canciones en lengua quechua, explicaciones lingüísticas destinadas al lector, así como traducciones y desplazamientos entre los bordes siempre distantes de dos universos que se superponen sin llegar a entenderse.
EVENTOS DESAFORTUNADOS. La entrada de Ernesto al colegio de Abancay es la confirmación de un fracaso. Dos años había estado viajando con su padre, atravesando ríos y montañas, conociendo pueblos, villas y haciendas, mientras intentaban, sin éxito, establecerse en algún lugar y vivir decorosamente del trabajo del hombre, que era abogado. Perdidas las esperanzas de cumplir ese sueño, el padre se juega una última carta: recurrirá a un pariente viejo y rico; un hacendado que pasa algunas temporadas en el Cuzco.
El regreso a Cuzco y la intención de conseguir algo del Viejo ya se presentan como una claudicación. Son el reconocimiento de un fracaso, que todavía puede ser mayor. El niño percibe que hay algo extraño en la forma en que su padre busca al odiado pariente, y en el modo furtivo en que entran a la ciudad. "Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en las sombras. El Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reconocieran. Debíamos de tener apariencia de fugitivos, pero no veníamos derrotados sino a realizar un gran proyecto."
Pero el gran proyecto -que nunca es explicitado- sale mal. El infame Viejo ha dispuesto para ellos un rincón en la cocina de los arrieros, entre los desperdicios y la suciedad. Y para mejor humillarlos, ha hecho bajar a ese rincón inmundo una cama de madera tallada, con dosel de tela roja y una inmaculada manta de seda verde. Padre e hijo entienden de inmediato el mensaje. No es la humilde cocina lo que los clava en el triste lugar de los pedigüeños, sino el contraste entre la riquísima cuja tallada y la mugre del sitio en que fue colocada. Ellos mismos son ese contraste: dos blancos que no tienen lugar, condenados a vagar por la sierra aceptando cualquier cobijo, cualquier abrigo, cualquier limosna. Entienden que no conseguirán nada del Viejo.
No llegan a quedarse un día en Cuzco. La mañana los encontrará viajando rumbo a Abancay. Pero esa noche pasada en la antigua capital del Imperio, la forma vergonzosa en que son recibidos, el destrato y la humillación que deben soportar a pesar de ser miembros de la familia, muestran la incierta posición que padre e hijo ocupan en la sociedad de la época.
Es curioso cómo en Los ríos profundos la humillación mayor parece provenir de lo blanco en Ernesto, y no de lo indio. Hay una vergüenza constitucional en ese personaje que se comporta como un indio -creció protegido por los indios de un ayllu que lo acogieron cuando huyó de la hacienda de "parientes crueles"- pero se sabe blanco. Algo como una falla, como un error basal lo hace sentirse siempre en desventaja frente a los otros blancos. No es sólo el rechazo a la injusticia; no es sólo la solidaridad con el indio: hay en Ernesto un sentimiento constante de inferioridad. Se siente casi siempre vestido de manera inapropiada, se siente atemorizado por las muchachas y por la obligación de coquetear con ellas, se siente engañado por los curas, y sólo encuentra consuelo en la naturaleza.
EXPULSADO DE LA INFANCIA. Abancay es un pequeño pueblo "cautivo, levantado en la tierra ajena de una hacienda". No se parece al ayllu en el que creció Ernesto, donde los indios eran dignos y fuertes a pesar de los abusos de los mistis. En Abancay los indios son colonos aculturados, dominados por la influencia de los curas y la codicia de los hacendados. En la lengua quechua y en los huaynos cantados en las chicherías, el niño recupera algo de su paraíso perdido, pero es sobre todo en la naturaleza, en la fuerza vital y mágica de los seres naturales, que encuentra la energía que lo saca, por momentos, del dolor y la derrota.
Desde el punto de vista narrativo, Los ríos… se ofrece en varias capas temporales. La vida en el colegio y la rebelión de las chicheras por el reparto de la sal constituyen el presente de la narración, pero Ernesto retrocede constantemente a su infancia en el ayllu y, menos que recordar, construye lazos para recuperar y reconstruir en sí mismo ese paraíso del que fue arrancado y que opera como su gran centro moral y espiritual. No son tantas las páginas dedicadas a contar esa época de su vida -y no hay muchos detalles de cómo era esa vida- pero cada minuto de éxtasis del niño ante las fuerzas de la naturaleza, cada momento de comunión con los pequeños animales o con los árboles, forma parte de esa regresión mágica hacia el mundo maravilloso de la infancia perdida. Por eso, decir que la herida de Ernesto consiste en un duelo por el mundo andino es soslayar el más obvio de los temas: el del niño incapaz de imaginarse como hombre.
La novela dice muchas cosas, pero como toda gran obra literaria, lo más importante es lo que calla. Los silencios de Ernesto, las cosas de las que nunca habla, son lo que grita más alto. El padre es una figura importante: el niño siempre piensa en hacerle llegar su mensaje de soledad y angustia, en correr por las montañas hasta darle alcance, en recuperar la vida de trashumantes que compartieron antes de la separación en Abancay, pero al mismo tiempo es claro que no llega a ser una figura sólida, tranquilizadora. Por el contrario, el niño parece protegerlo en la memoria, para no ver (o no dejar ver) que ese hombre adulto es una sombra, condenado no se sabe por qué a vagar sin propósito por el ancho mundo.
La seguridad y la protección están idealizadas en el ayllu, en las mujeres indias que lo cobijaron cuando escapó de los parientes crueles, pero sobre todo encarnan en Víctor Pusa y Pablo Maywa, los dos alcaldes indios cuyo olor es recuperado en la memoria así como se recupera el olor de la madre. Y es imposible no ver que la gran ausente en esta historia es, justamente, la madre. Ernesto no tiene madre. Ni una sola vez se la menciona. Es un agujero; un pozo sin fondo; una carencia en estado puro y brutal. La madre es el gran misterio y lo que explica, en última instancia, que Ernesto sea incapaz de proyectarse como adulto: es un ser mal terminado, hecho a golpes de intensidad y buenas intenciones, pero sin la seguridad y la protección que reposan en la figura materna. Su estructura síquica es endeble, y no parece poder soportar la carga del mundo adulto.
LA UTOPÍA ARCAICA. Mario Vargas Llosa publicó en 1996 un ensayo sobre la obra de Arguedas (La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, en Fondo de Cultura Económica) en el que retoma y amplía las ideas que había expresado en 1966, en un artículo que más de una vez sirvió de prólogo a Los ríos profundos.
El ensayo de 1996 redondea la tesis de que la obra de Arguedas se inscribe en la tradición indigenista de la literatura peruana -inaugurada con los Comentarios reales de los Incas, del mestizo conocido como Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) y las crónicas escritas entre 1606 y 1618 por el indio Felipe Guaman Poma de Ayala (1556-1644) bajo el título de Nueva crónica y buen gobierno- una tradición marcada por la fuerte tendencia a postular una cultura original andina más parecida a un paraíso imaginario que a una sociedad compleja, con los atributos y los defectos de cualquier organización política, económica y social.
Para sostener esa tesis, Vargas Llosa enfatiza los aspectos indigenistas de la obra de Arguedas, desconsiderando los aspectos más universales, como el del niño con horror a la vida adulta. Sin embargo, es claro que el problema de la doble filiación, o la doble naturaleza es, en Arguedas, no sólo el mejor escenario para la exposición de su tragedia: es también la mejor metáfora. Lo andino, lo indígena, lo arcaico encarnan en su vida y en su escritura el lugar básico, primitivo y cálido de la madre. Lo blanco, en cambio, encarna todo lo violento y duro: lo fálico y autoritario que llega por la fuerza y somete a la naturaleza sin respetarla y sin entenderla. Esa violencia del hombre blanco (que es, en última instancia, la violencia del mundo adulto) aparece explícitamente en los relatos de Amor mundo (Arca, Montevideo, 1967), y es recurrente en toda su obra.
En la lectura que Vargas Llosa hace de Arguedas (una lectura, hay que decirlo, apasionada y lúcida, hecha con cuidado y hasta con reverencia) se destaca el carácter ficcional (utópico) de la construcción de lo indígena andino postulada por Los ríos profundos -y aun más por El sexto (1961) o El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971)- y se advierte en forma recurrente sobre los riesgos de tomar esa ficción como una verdad testimonial. Vargas Llosa se ha ocupado sistemáticamente de alertar contra los nacionalismos y los fanatismos raciales, y esa activa militancia está presente en sus ensayos tanto como la militancia política (o más bien, la simpatía política) de Arguedas está presente en sus cartas, conferencias y artículos. Pero del mismo modo que la ficción de Arguedas no puede encerrarse en el molde rígido de lo indigenista, la lectura crítica hecha por Vargas Llosa no se agota, tampoco, en el esfuerzo por deconstruir la ilusión (o la mentira) del buen salvaje.
ELOGIO DE LO MONSTRUOSO. Los ríos profundos es una obra mayor de la literatura latinoamericana, protagonizada por un héroe gótico atormentado y solitario que habla con los grillos, los puentes y las mulas.
Y como en la literatura romántica y gótica, es en la rareza del héroe que radica su fuerza. Como el zambayllu winku, el trompo especial que le regala su amigo Antero, Ernesto tiene alma, y su alma está, precisamente, en su deformidad. Lo winku -palabra quechua que significa "deformidad de los objetos que debían ser redondos"- remite a la condición única del objeto: es lo que le confiere su poder brujo, superior a cualquier otro.
Ernesto, un niño sin madre, sin padre y sin tribu, se inventa a sí mismo como criatura de algo superior a lo humano: como parte de la energía indestructible de la naturaleza; como una cifra más en la música de la tierra, cantada y bailada en las chicherías y en los ayllus. Él es un imposible: un danzante de tijeras encerrado en el cuerpo frágil de un púber blanco; un adolescente que sueña con enamorarse de una joven que pudiera "adivinar y tomar para sí" su memoria y sus vivencias, pero que sabe que está condenado, porque "las señoritas […] centelleaban en otro cielo".
Una parte de las fantasías de Ernesto se vio cumplida en la obra de Arguedas: la escritura resultó ser la saeta que "como un carbón encendido que asciende", llegó al mundo adulto que le era tan hostil. Y aunque también se cumplió la parte más amarga de su profecía -las muchachas indias no podrían leerlo, porque no sabían leer- sí consiguió crear un mundo ficticio verosímil y auténtico, desprovisto de soberbia y de paternalismo. En eso Vargas Llosa tiene razón.
Una vasta obra
S. P.
AUNQUE la mayor parte de su obra está compuesta por estudios etnológicos y antropológicos, así como trabajos universitarios sobre el folclore andino -todos ellos fundamentales para el conocimiento del Perú profundo-, fue la obra literaria de Arguedas la que le dio proyección internacional a su nombre. Publicó las novelas Yawar Fiesta (1941), Los ríos profundos (1958), El Sexto (1961), Todas las sangres (1964), El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), y los libros de cuentos Agua (1935), Diamantes y pedernales (1954), La agonía de Rasu-Ñiti (1962), El sueño del pongo (1965), Amor mundo (1967), El forastero y otro cuentos (1972). En 1967 con el título Amor mundo y todos los cuentos, la editorial Jorge Álvarez publicó trece cuentos reunidos, y en 1974 Losada de Buenos Aires, una edición de sus Relatos Completos preparada por Jorge Lafforgue. En 1978, la Biblioteca Ayacucho dirigida por Ángel Rama publicó Los ríos profundos y selección de cuentos con prólogo de Mario Vargas Llosa. En 1983, Horizonte, de Lima, publicó en cinco volúmenes compilados por Sybila Arredondo (segunda esposa de Arguedas) las Obras completas. En 1990 la Colección Archivos de la UNESCO hizo una edición crítica de El zorro de arriba y el zorro de abajo. En 2010-2011, en su Colección Aniversario, la editorial Losada publicó Los ríos profundos y una edición aumentada de los Relatos completos compilados por Jorge Lafforgue, así como Los ríos profundos y El zorro de arriba y el zorro de abajo.
En tanto poeta Arguedas escribió en quechua, en la tradición de la poesía andina, y en ocasiones tradujo sus poemas al castellano. En 1972 Sybila Arredondo publicó Katatay y otros poemas. Huc jayllikunapas.
En cuanto a su obra antropológica, además de una larga serie de ediciones universitarias, existen tres libros publicados por Ángel Rama: Formación de una cultura nacional indoamericana (México, 1975); Dioses y hombres de Huarochirí (México, 1975) y Señores e indios. Acerca de la cultura quechua (Montevideo/Buenos Aires, 1976).
Este año, al cumplirse el centenario de su nacimiento, el Perú le ha rendido un vasto homenaje que incluyó actos, conferencias, congresos, espectáculos de música, concursos y exposiciones además de la creación de un centro documentario y la publicación en siete tomos de su importante obra antropológica.