Como un matrimonio. El reencuentro con el politólogo argentino Guillermo O’Donnell generó apasionadas discusiones teóricas
El libro Transiciones desde un Gobierno Autoritario, escrito en 1986 por Philippe Schmitter, Guillermo O’Donnell y Lawrence Whitehead, cumple 25 años de pura influencia en procesos democráticos tan disímiles como el de Argentina, Corea o Sudáfrica. El politólogo estadounidense habló sobre la “democracia realmente existente” y la e-democracia. En los 90, Guillermo O’Donnell y Ure (tal su nombre completo) era conocido en los pasillos de Sociales como “el Mick Jagger de la Ciencia Política”. Sus textos eran puro
brit rock: gráciles, apabullantes, ineludibles. Un verdadero intelectual orgánico en el exilio, que escribía desde Estados Unidos en la Universidad de Yale (doctorado en 1985), Standford y Notre Dame. Un exilio que se prolongó por 30 años, desde 1978. Los estudiantes argentinos durante el menemato no podían aprobar los parciales si no sabían las características del “Estado Burocrático-Autoritario”, la calidad insuficiente de la “democracia delegativa” o cuáles eran las “zonas marrones” en América latina. Sin embargo, el hito fundacional que lo elevó al grado de
celebrity intelectual en todo el mundo fueron los cuatro volúmenes de
Transiciones desde un Gobierno Autoritario. Conclusiones tentativas sobre las democracias inciertas, escrito en coautoría con Philippe Schmitter y Lawrence Whitehead desde 1979 a 1986.
El libro fue de una intuición inusitada. Cuando comenzaron, se proponían terciar en el devenir de los nuevos regímenes democráticos que asomaban en el sur de Europa bajo el peligro de una regresión autoritaria. En 1974, la Revolución de los Claveles había dado por tierra la dictadura portuguesa de Salazar; la Junta de los Coroneles había caído en Grecia tras la bochornosa invasión a Chipre. Además, luego de una dictadura de más de 40 años, Juan Carlos I había asumido como rey de España a fines de 1978. Eso era casi todo, con eso empezaron, porque América Latina todavía se desangraba bajo el yugo del Cóndor. Cuando terminaron, Gorbachov ya había empezado con la
glasnost, y Argentina y Brasil con sus primaveras.
“El libro fue un acto político para erosionar a esos regímenes autoritarios que odiábamos”, recordó O’Donnell en el encuentro con su ex socio que la Sociedad Argentina de Análisis Político (Saap) organizó junto a la Fundación Osde el 27 de julio pasado. Fue para celebrar la disertación “Democratización y democracias: a veinticino años de la tercera oleada democratizadora”. Carlos H. Acuña, quien los presentó, abonaría el mito de los tipos audaces. “En 1979, las crisis de los autoritarismos eran una especie de blanco móvil en la academia: había pocos casos y para colmo poco estudiados”.
Si O’Donnell representaba la soberbia de “los chicos malos”, Schmitter podría haber sido el Lennon de la politología norteamericana. Ex pintor, su tesis del Darmouth College en 1959 había sido sobre el Movimiento 26 de Julio, la resistencia cubana liderada por Fidel Castro, a quien podía jactarse de haber contribuido con unos pesos un par de años antes, cuando estudiaba artes en la Unam y trabajaba con un grupo de muralistas del México DF.
Schmitter y O’Donnell se encontraron a mediados de los ’70 como miembros del Programa Latinoamericano del Woodrow Wilson Centre, “un centro terriblemente reaccionario” –según el argentino– pero en el que gravitaba Abraham F. Lowenthal, un académico favorable a la política de derechos humanos de Jimmy Carter y que apostaba por el proyecto.
Schmitter por entonces ya era un consumado joven profesor de la Universidad de Berkeley, formado previamente en Ginebra y con una tesis doctoral sobre políticas de desarrollo en Brasil (1930-65), escrita bajo la anhelada tutoría de Seymour Martin Lipset.
Para enero de 2010, el
Journal of Democracy pidió al intelectual estadounidense una retrospectiva, a la que tituló “25 años, 25 hallazgos”. Allí vuelve sobre su concepto de “democracias realmente existentes”, que se identifican por ser regímenes que se piensan a sí mismos como democráticos, que son aceptados como tales por el club de países democráticos a nivel mundial y que cumplen con los mentados requisitos con que Robert Dahl describió a las “poliarquías”: fuentes alternativas de información al alcance de la mano, libertad de asociación y organización y elecciones periódicas libres y justas, entre otros.
Con una cervecita bien helada en el microcentro,
Miradas al Sur compartió un almuerzo con Philippe Schmitter, que habló sobre la perspectiva de la democracias latinoamericanas a años vista de su recuperación, cómo fueron las cosas en la Europa oriental –región de la que se convirtió en especialista– y de porqué Argentina debería probar con “el voto inteligente”.
En debate con la mentada teoría de la “poliarquía” de Robert Dahl, usted habla de “democracias realmente existentes”. ¿Podría definir esa noción?
–Hay dos maneras de definir la democracia. Una es académica: básicamente se intenta identificar cierta clase de propiedades definidas en una teoría y corroborar si un país las cumple o no. La otra es simplemente preguntar qué país se considera a sí mismo democrático y se sale con la suya, por así decir. En otras palabras, ¿los demás países lo aceptan como democrático? Jamás la humanidad ha conocido la democracia, ni siquiera los antiguos griegos. Lo que tenemos es una aproximación, “democracias realmente existentes”.
–¿Y cuáles son sus premisas, sus límites?
–Bueno, aquí es donde disentimos con Guillermo. Para mí, la frontera está definida por el mundo política real, no por los académicos. La mayoría de los Estados tienen democracia, hoy día. Puede ser que sea una democracia débilmente constituida, pero es una democracia al fin. Más o menos se corresponde con los criterios de poliarquía de Dahl: libertad de prensa, elecciones regulares, etc. Lo importante es: piénsate como democrático, y si los otros países que también se piensan a sí mismos como democráticos te aceptan en su club, pues eres democrático. Está plagado de democracias disfuncionales alrededor del globo –corruptas o lo que fueran–, pero eso no las hace ser no-democracias, sino democracias cualitativamente pobres. Aun así, siguen sosteniendo una serie de reglas que son aceptadas por una amplia pluralidad de actores políticos, que a su vez esperan continuar participando bajo el halo de esas reglas. No son grupos revolucionarios, no están tratando de torcer la legalidad a través del uso de la violencia. Pueden quizá perseguir cambiarla, pero lo hacen a través de las reglas existentes. Para mí, esa es un democracia realmente existente, allí está el umbral.
–¿En qué medida el Pacto de La Moncloa sirvió de modelo o influyó a las transiciones democráticas de América latina?
–Simbólicamente la importancia de La Moncloa fue insoslayable, pero nunca pudo producir los resultados económicos que se fijó. Si revisáramos la letra del pacto, veríamos que se proponían bajar las huelgas y la inflación, mantener los salarios bajos, etc. En efecto, redujeron las huelgas, pero ya venían en picada antes de la firma del acuerdo. Lo interesante es que el Pacto de La Moncloa se convirtió en el símbolo porque fue aceptado por una amplia gama de partidos, incluyendo al Comunista. Chile y Uruguay se ciñeron al modelo, pero no Argentina, donde hubo entre radicales y peronistas “un pacto para no pactar” con los militares.
–Bueno, lo conocido: aquí los militares salieron por el patio trasero luego de la derrota en Malvinas. Lo notable es que de algún modo, América del Sur y buena parte de América Central consolidaron sus democracias. Aunque si se piensa en Colombia...
–Cuando comenzamos a escribir el libro con Guillermo, presumíamos que como las cosas no habían cambiado en mucho tiempo, había una fuerte probabilidad de que aquella vez también fallara. De 83 intentos democratizadores en América latina entre 1900 y 1975, dos de cada tres habían fallado. Para mi gran sorpresa, ni uno solo de los países que se democratizaron luego de ese período volvió a un régimen autocrático. Es cierto que surgieron problemas, algunos quizá no sean democracias consolidadas. Es decir, hay una gran incertidumbre respecto de las reglas.
–¿Cuál sería un ejemplo de democracia “no consolidada”?
–Claro que hoy tenemos el golpe en Honduras, pero para mí el ejemplo más notorio es Bolivia. Recién han creado una serie de reglas nuevas, pero todavía no se sabe si éstas –especialmente las que empoderan a la población nativa– terminarán por ser observadas y aceptadas por todos los bolivianos, incluidos los de la resistencia conservadora de Santa Cruz. Bolivia no es un régimen híbrido, mucho menos una autocracia; en la actualidad es una democracia floreciente con mucha movilización popular, gente interviniendo en asuntos políticos... Bueno, en realidad eso debería ser la democracia. Pero insisto: todavía las reglas del juego no están claras, esa es la diferencia con una democracia plena. En el mundo, hay sonados casos que todavía no han podido torcer la taba y que han tenido reversiones autoritarias. Tailandia es un ejemplo reciente; un caso típico de una democracia no consolidada, en este caso una “democradura”. La presidencia no hubiera resistido en el poder si no hubiera contado con la capacidad represiva del ejército.
–En América latina poco se habla o se han comparado los procesos de democratización en países como Polonia, Hungría o Albania, de los que poco se sabe.
–Bueno, la primera gran división que habría que hacer es entre aquellos países post comunistas que tuvieron una independencia política previa y los otros que eran repúblicas de la Unión Soviética, tales como Bielorrusia, Ucrania, los países de Asia Central y las tres repúblicas bálticas. De modo que allí se estableció bruscamente una línea desde el oeste hacia el este. Ahora, esa línea adquirió relevancia, una vez que la transición tuvo lugar, por la Unión Europea. Al principio, la UE había respondido de manera escéptica, con lo que anunció que sólo consideraría como candidatos para entrar a los países listados en la primera categoría: Polonia, Hungría, Checoslovaquia. Luego, en una decisión que nadie comprendió cabalmente –pero de acuerdo a mis informantes tiene mucho que ver con los intereses de Alemania– , decidieron aumentar el número de plazas de 3 a 10, incluyendo las repúblicas bálticas (Lituania, Letonia y Estonia), Bulgaria, Rumania y Eslovaquia. Ese grupo tuvo ciertas garantías de que iba a ser incluido en un futuro cercano dentro de la UE. La UE a su vez le derivó una fortuna, le traspasó su
expertise, a razón de que se adecuaran a las condiciones políticas trazadas en los Criterios de Copenhague. El otro grupo es lo que quedó luego de la desintegración de la federación de Yugoslavia. Todos –salvo Eslovenia– se desintegraron con enormes dosis de violencia. Pero la ironía del asunto es que en ese momento Yugoslavia no era un país realmente comunista; ya había adaptado su economía a la de Europa occidental. Tenía una enorme cantidad de trabajadores en Alemania que militaban en movimientos de liberación. Los yugoslavos se movían por toda Europa pidiendo y aceptando trabajo en diferentes sitios. Esa situación era inimaginable dentro de la URSS. Yugoslavia era un país semisocialista con propiedad privada.
–Obra de Tito.
–Bueno, Tito tuvo más éxito de lo que él mismo aceptaba, pero eso se llevó a cabo cuando murió. Volviendo al punto, El tercer grupo de países era el de los Balcanes, que solía incluir a Rumania y Bulgaria, pero que fueron incluidos en esos famosos diez candidatos a la UE. En tal sentido, las transiciones a la democracia en eduropa oriental dependieron esencialmente del grado de conflicto armado o guerra civil en que se sumieron esos Estados luego de la caída del Muro.
–¿Qué piensa de la “libertad de prensa”? Es uno de los requisitos de de la poliarquía, pero hoy está en discusión en todo el mundo.
–Robert Dahl habla de libertad de prensa, pero no especifica a qué se refiere. Una cosa es decir que la prensa está exenta de cualquier tipo de censura en sus contenidos, y otra es hablar de la propiedad y de los dueños de la prensa, cuestión que Dahl no aborda. En Italia, por caso, hay libertad de prensa, pero la televisión y la mayoría de la prensa escrita están controladas por el presidente Berlusconi. ¿Es eso libertad de prensa? Desde la perspectiva de la poliarquía sí, pero desde el punto de vista de la democracia realmente existente se trata de un una democracia manipulada, en tanto dos de los canales estatales pertenecen a Berlusconi.
–¿El tema pasa más por la televisión que por la prensa?
–Cualquier europeo común medianamente socialdemócrata diría que para que exista libertad de prensa se necesita de la televisión pública. De hecho, los países europeos tienen canales estatales poderosos, como la BBC de Londres. Estados Unidos, México y Argentina no tienen libertad de TV porque no está balanceada la estructura de la propiedad de los medios. El caso argentino es más sintomático, puesto que Clarín tiene un canal de televisión, lo que está prohibido en Estados Unidos.
–Usted dice que la calidad de la democracia está emparentada directamente con la clase política profesional que puede formar. Y que en esa falla radica el desencanto actual por la democracia. ¿Por qué?
–Ahí radica el debate académico: qué define una democracia de baja calidad. Por mi parte, lo que trato de hacer es evadir la discusión por la substancia. Nada hace suponer que una mejor democracia mejore el nivel de vida económico de la gente. Puedes tener una democracia que funcione de maravillas, y gente que concuerde y aun que promueva la inequidad del ingreso. De modo que trabajo con criterios democráticos basados en un solo concepto:
accountability. El corazón de la democracia consiste en ciudadanos que sostengan las reglas con responsabilidad, que vigilen al poder político. En algunos países, se pensó que la competencia entre partidos garantizaba la
accountability. Pero los partidos no funcionan de ese modo; los políticos forman una clase. Se necesita a la sociedad civil y a la prensa, puesto que puede multiplicar el efecto de vigilancia sobre el poder al hacer las cosas públicas en gran escala.
Accountability es la sociedad civil acopiando información, revelándola a la prensa para producir un efecto multiplicador. En ese sentido, Internet es increíble, porque nadie la controla. Es la e-democracia. De hecho, ustedes en Argentina deberían probar con el “voto inteligente”.
–¿Cómo es eso?
–Cada candidato a un puesto gubernamental llena un cuestionario de 35 preguntas. Hay una serie de campos: educación, inmigración, etc. Luego, usted como ciudadano llena el mismo cuestionario y la computadora comparará qué candidato se ajusta con mayor afinidad a sus preferencias. También le dirá si los candidatos del mismo partido concuerdan entre sí. En las elecciones para el Parlamento europeo –en las que uno puede votar a cualquier partido de cualquier país, independientemente de su nacionalidad–, respondí el cuestionario y descubrí que el partido más ligado a mis preferencias era el Partido Pirata de Finlandia, algo que jamás podría haber imaginado de antemano.
LA PASIÓN SEGÚN MAQUIAVELO
La noche en que Philippe y Guillermo entregaron la última versión de su libro, el porteño se cayó en la bañadera y se quebró una pierna. “¿Siempre tiene que haber una tragedia en el medio, para los argentinos?”, lo chanceó el norteamericano, al regreso del hospital. En el encuentro que mantuvieron hace dos semanas en el Auditorio de la Fundación Osde, a 25 años de aquel hito académico, se los pudo apreciar todavía cómo ese matrimonio de “transitólogos” que aun a la distancia se acucian, discuten y pelean con la misma pasión de siempre, pero que en definitiva se aprecian. Su público supo que habría chispazos de inteligencia, de modo que el salón rebasó.
El presentador, Carlos H. Acuña, midió la relevancia del libro en cuatro rupturas teórico-metodológicas. Dijo que por primera vez se atendían los aspectos idiosincráticos y las coyunturas nacionales para entender la posibilidad democrática: “Demostraron que nada funciona en todas partes, que no hay recetas universales”. En tal sentido, el libro abandonaba la búsqueda de prerrequisitos para la democracia; acentuaba la cultura cívico-democrática como un constructo en gestación más que como una condición a priori. Además, estaba reñido con perspectivas teleológicas y establecía una lógica “tentativa” de las transiciones nunca antes descripta, enhebrando la relación entre el polo autoritario y el democrático.
Admirador de Maquiavelo, en la actualidad Philippe Schmitter vive en Florencia. Allí es profesor emérito del Instituto Universitario Europeo. Constantemente viaja también para dar clases en la Universidad París 1, Ginebra, Zurich, Mannheim, Lisboa, entre otras. En 1969 fue profesor visitante de Buenos Aires para el Intal del BID. Desde fines de los ’80, se dedicó a estudiar el proceso de integración de la Unión Europea, focalizando en la consolidación de las democracias emergentes del sur y el este de Europa, además de analizar la posibilidad de una democracia posliberal en Amércia del Norte y Europa occidental.
Tan comprometido estuvo con las transiciones democráticas, que desde hace diez años cobija una pareja de refugiados albaneses en su casa, que acaban de tener un hijo. Con Albania tiene un apego especial. Es miembro fundador de la Asociación de Ciencia Política de ese país.
Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Berkeley (1968), en su vasta carrera Schmitter ha sido galardonado con varios premios y becas, entre las que se cuentan la Guggenheim (1978) y el Johan Skytte Prize de la Universidad de Upppsala (2009). Entre las publicaciones dedicadas al Viejo Continente se destacan:
Come Democratizzare l'Unione Europea e perché (2000);
El Futuro de la Democracia en Europa. Perspectivas, análisis y reformas (con Alexander Trechsel, 2004), para el Consejo Europeo.
Una anécdota pinta de cuerpo entero al artista nómada, al Lennon que es Schmitter en la Ciencia Política.
–¿Usted estudió en México, luego fue a Ginebra, se doctoró en Berkeley y eligió Brasil para su tesis. ¿Qué le interesó de la América latina de fines de los ’60?
–En 1960 estaba preparando mi examen para entrar en la Universidad de Ginebra, donde estudié la carrera de grado. Fui a Venecia, porque mi novia tenía un departamento allí. Pasamos dos semanas preparando exámenes. Pero justo se celebraba la Bienal de Venecia, que ese año estaba dedicada a Brasil. Así que fui y me quedé maravillado con su arte, con su música. Me di cuenta de que era un país completamente diferente a México, que era mucho menos autoritario, mucho más abierto. En Berkeley formé parte del movimiento contra la guerra de Vietnam. Pero lo único que quería era vivir en Brasil. Así que elegí el país donde quería vivir y recién después elegí el tema.
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